ONÍRICO ENCUENTRO




Tiene unos cuarenta años. Entraen el café con el fulgor de quién aún cree en la magia de la noche. Lleva unvestido negro que acentúa su etérea delgadez, el pelo recogido resalta susangulosos  y firmes pómulos, unfular rojo alrededor del cuello ilumina su tez morena y sus ojos limpios.
Se sienta en la mesa que da ala ventana y pide un café.
Detiene su mirada en el hombre acodado en la barra del bar. Es más bien alto, de unoscincuenta años, quizá. Le llama la atención la ajada chaqueta de lino blancoque remarca  la curva de su espaldadonde parece encerrar el peso de una aplazada existencia, el sombrero negro quesoslaya su misterioso rostro, la barba desordenada que deja ocultar una inéditanostalgia suspendida en un espacio intangible.
Nopuede dejar de mirarle. Un impulso inexplicable la lleva a sumergirse en laprofunda oscuridad de sus ojos. Cuanto más se introduce, más se baña entransparencia.
Desvíala mirada hacía el mantel púrpura que cubre la mesa. Baja los párpados cegadosy con los dedos de la mano dibuja con incendiarias caricias  el misterio desvelado: la línea hendidaque divide su frente en surcos de anhelos extraviados, las cejas arqueadas yespesas que presiden sus ojos sin consuelo, la torcida y severa curva de sunariz, el grosor de sus labios tristes, la barbilla afilada apuntando al vacío,el volumen de su cabeza resonando melodías sin notas…

Si,no cabía duda, él era el hombre que esa noche había moldeado su sueño.


Mercedes Ridocci