Justiniano y yo


En este momento no escribo, estoy dictando a través de una ventana enrejada donde pequeños rayos de sol se cuelan entre gigantescos y añosos eucaliptos.

Justiniano supo que me sentía seducida, pero no le importaba, la panadera es su amor y así están las cosas. De todas maneras… con esa ternura e inocencia que lo caracteriza me buscó en el parque donde suelo detenerme a almorzar deseando que podamos hacernos amigos.

Traía una bolsa enorme, su simple aspecto me tentó… reímos juntos. Dijo que tengo una mirada triste y trató de alegrarme, hacía cosas extrañas, caminaba en dos manos, su ropa descendía y dejaba a la vista parte de su dulce pancita de muchacho entrado en años, sin soltar una bolsa de pan de varios días y con graciosos gestos faciales… ¿Querés pan?, dijo. Asentí con la cabeza… sabía que ese pan era como el estigma de su amor imposible… Lo comeríamos juntos, al menos para aliviar el recuerdo y el dolor.

Me contó que buscaba empleo, sacó un diario viejo lleno de anuncios marcados con recuadros borrosos y supe que en la bolsa traía distinto vestuario para cada ocasión. Fue probándose uno a uno delante de mí solicitando opinión, quería estar seguro si eran acordes. Con cada prueba reíamos hasta, en ocasiones, caer al piso juntos y dar mil vueltas abrazados sin parar de reír a carcajadas.

De pronto se detuvo una ambulancia a la que no le presté mucha atención, descendieron tres enfermeros vestidos de blanco poco cuidado. Vinieron directo hacia mí preguntándome ¿Qué hace señora?
-Me divierto con mi amigo Justiniano, respondí.
- Señora, acá no hay nadie. Los vecinos dicen que lleva dos horas comiendo, riendo estruendosamente y sola.
Me pusieron una extraña prenda que no me permite mover los brazos, tiene lazos por todos lados y acá estoy… dictándole lo acontecido a una amiga que siempre creyó y cree en mí. Ella sabe que Justiniano es mi amigo y estaba ahí… siempre está.